sábado, 29 de diciembre de 2007

Ai Ferri Corti (2º Parte)

III
“Los tigres de la ira son más sabios que los caballos de la inteligencia”
W. Blake
Solo trastornando los imperativos del tiempo y del espacio social pueden imaginar nuevas relaciones y nuevos ambientes. El viejo filósofo decía que se desea sólo sobre la base de aquello que se conoce. Los deseos pueden cambiar sólo si se cambia la vida que los hace nacer. Para hablar claro, la insurrección contra los tiempos y lugares del poder es una necesidad material y al mismo tiempo psicológica.
Bakunin decía que las revoluciones son realizadas por tres cuartos de fantasía y por un cuarto de realidad. Lo que importa es entender dónde nace la fantasía que hace estallar la revuelta generalizada. El desencadenamiento de todas las malas pasiones, como decía el revolucionario ruso, es la fuerza irresistible de la transformación. Por más que todo esto puede hacer sonreír a los resignados o a los fríos analistas de los movimientos históricos del capital, podemos decir -si dicha jerga no nos indigestara- que una idea tal de la revolución es extremadamente moderna. Malas, las pasiones lo son en tanto prisioneras, sofocadas por una normalidad que es el más frío de los gélidos monstruos. Pero malas también lo son porque la voluntad de vida, antes que desaparecer bajo el peso de deberes y máscaras, se transforma en su contrario. Sometida a las obligaciones cotidianas, la vida se niega una y otra vez a sí misma y reaparece en la figura de esclavo; ante la búsqueda desesperada de espacio, ella se hace presencia onírica, contracción física, tic nervioso, violencia idiota y gregaria. ¿Lo insoportable de las actuales condiciones de vida no es quizás testimoniado por la masiva difusión de psicofármacos, esta nueva intervención del Estado social? El dominio administra en todas partes la cautividad [cattivitá], justificando aquello que en cambio es un producto suyo, la maldad [cattiveria]. La insurrección hace las cuentas con ambas.
Si no quiere engañarse a sí mismo y a los otros, quién quiera combata por la demolición del presente edificio social no puede esconder que la subversión es un juego de fuerzas salvajes y bárbaras. Algunos los llamaba Cosacos, algún otro patotas, a fin de cuentas son los individuos a quienes la paz social no les ha quitado la ira.
¿Pero cómo crear una nueva comunidad a partir de la cólera? Terminemos de una vez por todas con los ilusionismos de la dialéctica. Los explotados no son portadores de ningún proyecto positivo, así fuese la sociedad sin clases- (todo esto se parece muy de cerca al esquema productivo). Su única comunidad es el capital, del cual pueden escapar sólo a condición de destruir todo aquello que los hace existir como explotados: salario, mercancía, roles y jerarquías. El capitalismo no sienta en absoluto las bases de su propia superación hacia el comunismo -la famosa burguesía “que forja las armas que le darán su muerte”-, antes bien las bases de un mundo de horrores.
Los explotados no tienen nada que autogestionar, a excepción de su propia negación como explotados. Sólo así junto a ellos desaparecerán sus amos, sus guías, sus apologetas acicalados de las más diversas maneras. En esta “inmensa obra de demolición urgente” debe encontrarse, cuando antes, la alegría.
“Bárbaro”, para los Griegos, no significaba sólo “extranjero”, sino también “balbuceante”, tal como definía con desprecio a aquel que no hablaba correctamente la lengua de la polis. Lenguaje y territorio son dos realidades inseparables. La ley fija los límites que el orden de los Nombres hace respetar. Todo poder tiene sus bárbaros, todo discurso democrático tiene sus propios balbuceantes tartamudos. La sociedad de la mercancía, con la expulsión y el silencio, pretende hacer su obstinada presencia una nada. Y sobre esta nada la revuelta ha fundado su causa. La exclusión y las colonias internas, ninguna ideología del dialogo y de la participación jamás podrá enmascararlas del todo. Cuando la violencia cotidiana del Estado y de la economía hace estallar la parte mala, no podemos sorprendernos si alguien pone los pies sobre la mesa y no acepta discusiones. Sólo entonces las pasiones se sacan de encima un mundo que se derrumba de muerte. Los Bárbaros están a la vuelta de la esquina.

IV
“Debemos abandonar todo modelo y estudiar nuestras posibilidades”
E. A. Poe
Necesidad de la insurrección. Necesidad, obviamente, no en el sentido de ineluctabilidad (un suceso que antes o después debe suceder), sino en el sentido de condición concreta de una posibilidad. Necesidad de lo posible. El dinero en esta sociedad es necesario. Una vida sin dinero es posible. Para hacer experiencia de esto es necesario destruir esta sociedad. Hoy se puede hacer experiencia sólo de aquello que es socialmente necesario.
Curiosamente, aquellos que consideran a la insurrección como un trágico error (o también, según los gustos, como un irrealizable sueño romántico), hablan mucho de acción social y de espacios de libertad para experimentar. Sin embargo, basta retorcer un poco razonamientos de este tipo para que salga todo el jugo. Para actuar libremente es necesario, como se ha dicho, hablarse sin mediaciones. Y entonces que se nos diga: ¿sobre qué cosa, cuánto y dónde se puede dialogar actualmente?
Para discutir libremente se debe arrancar tiempo y espacio de los imperativos sociales. En suma, el diálogo es inseparable de la lucha. Es inseparable materialmente (para hablarnos debemos substraernos del tiempo impuesto y aferrarnos a los espacios posibles) y psicológicamente (los individuos aman hablar de aquello que hacen porque sólo entonces las palabras transforman la realidad).
Lo que se olvida es que vivimos todos en un guetto, aun si no pagamos el alquiler de casa o si nuestro calendario cuenta con muchos domingos. Si no logramos destruir este guetto, la libertad de experiencia se reduce a algo bien miserable.
Muchos libertarios piensan que el cambio de la sociedad puede y debe acontecer gradualmente, sin una ruptura repentina. Por eso hablan de “esferas publicas no estatales” donde elaborar nuevas ideas y nuevas prácticas. Dejando de lado los aspectos decididamente cómicos de la cuestión (¿dónde no hay estado? ¿Cómo ponerlo entre paréntesis?), lo que se puede notar es que el referente ideal de estos discursos sigue siendo el método autogestionario y federalista experimentando por los subversivos en algunos momentos históricos (la Comuna de París, la España revolucionaria, la Comuna de Budapest, etcétera). El pequeño pormenor que se descuida, sin embargo, es que la posibilidad de hablarse y de cambiar la realidad, los rebeldes la han tomado con las armas. En definitiva se olvida de un pequeño detalle: la insurrección. No se pude descontextualizar un método (la asamblea de barrio, la decisión directa, la conexión horizontal, etcétera) del marco que lo ha hecho posible, ni mucho menos enfrentar esto contra aquello (con razonamientos del tipo “no sirve atacar al Estado, se necesita autorganizarse, concretizar la utopía”). Aun antes de considerar, por ejemplo, qué han significado -y qué podrían significar hoy- los Consejos proletarios, hace falta considerar las condiciones en las cuales nacieron (1905 en Rusia, 1918-1921 en Alemania y en Italia, etcétera). Se ha tratado de momentos insurreccionales. Que alguien nos explique cómo es posible, hoy, que los explotados decidan en primera persona sobre cuestiones de una cierta importancia sin romper por la fuerza la normalidad social; después se podrá hablar de autogestión y de federalismo. Antes de discutir sobre qué quiere decir autogestionar las actuales estructuras productivas “después de la revolución”, se necesita afirmar una trivialidad de base: los patrones y la policía no estarían de acuerdo. No se puede discutir acerca de una posibilidad descuidando las condiciones que la hacen concreta. Toda Hipótesis de liberación está ligada a la ruptura con la sociedad actual.
Hagamos un último ejemplo. También en un ámbito libertario se habla de democracia directa. Se puede responder de inmediato que la utopía anarquista se opone al método de la decisión por mayoría. Correctísimo. Pero el punto es que ninguno habla concretamente de democracia directa. Dejando de lado a aquellos que entienden por democracia directa su exacto contrario, es decir la constitución de listas cívicas y la participación en las elecciones municipales, tomemos a quienes imaginan reales asambleas ciudadanas en las cuales hablarse sin mediaciones.
¿Sobre qué cosas se podrían expresar a los susodichos ciudadanos? ¿Cómo podrían responder de otro modo sin cambiar al mismo tiempo las preguntas? ¿Cómo mantener la distinción entre una supuesta libertad política y las actuales condiciones económicas, sociales y tecnológicas? En suma, a pesar de todos los rodeos que demos alrededor de este asunto, el problema de la destrucción queda. A menos que no se piense que una sociedad centralizada tecnológicamente pueda ser al mismo tiempo federalista; o también que pueda existir la autogestión generalizada en auténticas prisiones, como son las ciudades actuales. Decir que todo esto se cambia gradualmente significa sólo mezclar pésimamente las cartas. Sin una revuelta generalizada no se puede comenzar cambio alguno. La insurrección es la totalidad de las relaciones sociales que, no ya enmascarada por las especializaciones del capital, se abre a la aventura de libertad. La insurrección por sí sola no da respuestas, es verdad, sólo empieza a hacer las preguntas. El punto entonces no es actuar gradualmente o actuar aventurerísticamente. El punto es: actuar o soñar con hacerlo.
La crítica de la democracia directa (para seguir con el ejemplo) debe considerar a esta última en su dimensión concreta. Sólo así se puede ir más allá, pensando cuáles son las bases sociales de la autonomía individual. Sólo así este mas allá puede transformarse de inmediato en método de lucha. Hoy los subversivos se encuentran en la situación de tener que criticar las hipótesis ajenas definiéndolas de un modo más correcto del que lo hacen sus propios sostenedores.
Para afilar mejor las propias armas.

V
“Es una verdad axiomática, de perogrullo, que la revolución no se puede hacer sino cuando hay fuerzas suficientes para hacerla. Pero es una verdad histórica que las fuerzas que determinan la evolución y las revoluciones sociales no se calculan en las grillas de los censos”
E. Malatesta
La idea de la posibilidad de una transformación social hoy no está de moda.
Las “masas”, se dice, están totalmente dormidas e integradas a las normas sociales. De una similar constatación se pude extraer por lo menos dos conclusiones: la revuelta no es posible; la revuelta es posible sólo si se trata de unos pocos. La primera conclusión puede a su vez descomponerse en un discurso abiertamente institucional (necesidad de elecciones, de las conquistas legales, etcétera) y en otro de reformismo social (autoorganización sindical, luchas por los derechos colectivos, etcétera). De la misma manera, la segunda conclusión puede fundar tanto un discurso vanguardista clásico como un discurso antiautoritario de agitación permanente.
A modo de premisa se puede hacer notar que, en el curso de la historia, ciertas hipótesis aparentemente opuestas han compartido un fundamento común.
Si se toma, por ejemplo, la posición entre socialdemocracia y bolchevismo, resulta claro ambas partían del presupuesto de que las masas no tienen una conciencia revolucionaria y que por lo tanto deben ser dirigidas. Socialdemócratas y bolcheviques diferían sólo en el método -partido reformista o partido revolucionario; estrategia parlamentaria o conquista violenta del poder- con el cual aplicar un idéntico programa: apartar desde el exterior la conciencia a los explotados.
Tomemos la hipótesis de una práctica subversiva “minoritaria” que rechaza el modelo leninista. Desde una perspectiva libertaria, o bien se abandona todo discurso insurreccional (a favor de una revuelta declaradamente solitaria), o bien, más tarde o más temprano se necesitará también plantear el problema del alcance social de las propias ideas y de las propias prácticas. Si no se quiere resolver la cuestión en el ámbito de los milagros lingüísticos (por ejemplo diciendo que la tesis que se sostienen están ya en la cabeza de los explotados, o que la propia rebelión es ya parte de una condición difundida) se impone de hecho un dato: estamos aislados -lo que quiere decir: somos pocos-.
Actuar siendo pocos no sólo no constituye un límite, sino que representa un modo distinto de pensar la transformación social misma. Los libertarios son los únicos que imaginan una dimensión de vida colectiva no subordinada a la existencia de centros directivos. La auténtica hipótesis federalista es la idea que hace posible el acuerdo entre las libres uniones de los individuos. Las relaciones de afinidad son un modo de concebir la unión, ya no sobre las base de la ideología y de la adhesión cuantitativa, si no a partir de la conciencia recíproca, de la confianza y de la comunidad de pasiones proyectuales. Pero la afinidad en los proyectos y la autonomía de la acción individual no tienen sentido sino pueden ensancharse sin ser sacrificadas a supuestas necesidades superiores. La unión horizontal es aquello que concretiza cualquier práctica de la liberación: una unión informal, de hecho, capas de romper con toda la representación. Una sociedad centralizada no puede renunciar al control policial y al mortal aparato tecnológico. Para esto, quien no sabe imaginar una comunidad sin autoridad estatal no tiene instrumentos para criticar la economía que está destruyendo el planeta; quien no sabe pensar una comunidad de únicos no tiene armas contra la mediación política. Al contrario, la idea de la libre experiencia y de la unión de afinidades como base de nuevas relaciones hace posible un completo vuelco social. Sólo abandonando toda la idea de centro (la conquista del Palacio de Invierno o, con el pasar del tiempo, la televisión de Estado) se puede construir una vida sin imposiciones y sin dinero. En este sentido, el método del ataque difuso es una forma de lucha que trae consigo un mundo distinto. Actuar cuando todos predican la espera, cuando no se puede contar con grandes séquitos, cuando no se sabe por anticipado si se obtendrán resultados -actuar así significa ya afirmar por qué cosa combatimos: por una sociedad sin medida. He aquí entonces que la acción en pequeños grupos de afines contiene la más importante de las cualidades -la de no ser una simple toma de conciencia táctica, sino de realizar al mismo tiempo el propio fin. Liquidar la mentira de la transición (la dictadura antes del comunismo, el poder antes de la libertad, el salario antes de la toma del montón, la certeza del resultado antes de la acción, los pedidos de financiación antes de la expropiación, los “bancos éticos” antes de la anarquía, etc.) significa hacer de la revuelta misma un modo diferente de concebir las relaciones. Atacar de inmediato la hidra tecnológica quiere decir pensar una vida sin policías de guardapolvo blanco (lo que significa: sin la organización económica y científica que los hace necesarios); atacar súbitamente los instrumentos de la domesticación mediática quiere decir crear relaciones libres de imágenes (lo que significa: libres de la pasividad cotidiana que las fabrica). Quien grita que ya no es más -o que no es todavía- tiempo de revuelta, nos revela de antemano cuál es la sociedad por la cual combate. Por el contrario, sostener la necesidad de una insurrección social, de un movimiento incontenible que rompa con el Tiempo histórico para hacer emerger lo posible, significa decir algo simple: no queremos dirigentes. Hoy el único federalismo concreto es la rebelión generalizada.
Para rechazar toda forma de centralización se necesita ir más allá de la idea cuantitativa de lucha, es decir la idea de llamar a unirse a los explotados para un choque frontal con el poder. Se necesita pensar otro concepto de fuerza -para quemar las grillas del censo y cambiar la realidad-.
“Regla principal: no actuar en masa. Conducid una acción de a tres o de a cuatro como máximo. El numero de los pequeños grupos debe ser lo más grande posible y cada uno de ellos debe aprender a atacar y desparecer velozmente. La policía trata de aplastar a un grupo de miles de personas con un solo grupo de cien cosacos. Es más fácil enfrentar a un centenar de hombres que a uno solo, especialmente si éste golpea por sorpresa y desaparece misteriosamente. La policía y el ejército no tendrán poder si Moscú se cubre de estos pequeños destacamentos inaferrables [...] No ocupar fortalezas. Las tropas siempre serán capaces de tomarlas o simplemente destruirlas gracias a su artillería. Nuestras fortalezas serán los patios internos o cualquier lugar desde el cual sea accesible golpear y fácil salir. Si tuvieran que tomar estos lugares, no encontrarían a nadie y perderían gran cantidad de hombres. Es imposible para ellos agarrarlos a todos porque deberían, para esto, llenar cada casa de cosacos”.
Aviso a los insurrectos, Moscú, 11 de diciembre de 1905.

VI
“La poesía consiste en hacer matrimonios y divorcios ilegales entre las cosas”
F. Bacon
Pensar otro concepto de fuerza. Quizás sea esta la nueva poesía. En el fondo, ¿qué es la revuelta social sino un juego generalizado de matrimonios y divorcios ilegales entre las cosas?
La fuerza revolucionaria no es una fuerza igual y contraria a la del poder. Si así fuera estaríamos ya derrotados porque cada cambio sería el eterno retorno de la constricción. Todo se reduciría a un choque militar, a una macabra danza de estandartes. Pero los movimientos reales escapan siempre a la mirada cuantitativa.
El Estado y el capital tienen los más sofisticados sistemas de control y de represión ¿Cómo pararnos frente a este Moloch? El secreto consiste en el arte de descomponer y recomponer. El movimiento de la inteligencia es un juego continuo de descomposiciones y de correspondencias. Lo mismo vale para la práctica subversiva. Criticar la tecnología, por ejemplo, significa componer el cuadro general, mirarla no como un simple conjunto de máquinas, sino antes como una relación social, como sistema; significa comprender que un instrumento tecnológico refleja la sociedad que lo ha producido y que su introducción modifica las relaciones entre los individuos. Criticar la tecnología significa rechazar la subordinación de cada actividad humana a los tiempos de la ganancia. De otro modo nos engañaríamos sobre su alcance, sobre su supuesta neutralidad, sobre la reversibilidad de sus consecuencias. Sin embargo, se necesita luego descomponerla en sus mil ramificaciones, en sus realizaciones concretas que nos mutilan cada día más; se necesita entender que la difusión de las estructuras productivas y de control que ella hace posible simplifican el sabotaje. De otro modo sería imposible atacarla. Lo mismo vale para las escuelas, los cuarteles, las oficinas. Se trata de realidades inseparables de las relaciones jerárquicas generales y mercantiles, pero que se concretizan en lugares y hombres determinados.
¿Cómo volvernos visibles -nosotros, así de pocos- ante los estudiantes, ante los trabajadores, ante los desocupados? Si se piensa en términos de consenso y de imagen (hacerse visible, justamente), la respuesta se da por descontada: sindicatos y especuladores políticos profesionales son más fuertes que nosotros. Una vez más, el defecto radica en la capacidad de componer-descomponer. El reformismo actúa sobre el detalle, y de modo cuantitativo: se mueve con grandes números para cambiar algunos elementos aislados del poder. Una crítica global de la sociedad, en cambio, puede hacer surgir una visión cualitativa de la acción. Justamente porque no existen centros o sujetos revolucionarios a los que subordinar los propios proyectos, toda realidad social reenvía al todo del cual es parte. Ya se trate de contaminación, de cárcel o de urbanística, un discurso realmente subversivo termina por poner todo en cuestión. Hoy más que nunca, un proyecto cuantitativo (juntar a los estudiantes, a los trabajadores a los desocupados en organizaciones permanentes con un programa especifico) no puede hacer más que actuar sobre el detalle, quitándole a las acciones su fuerza principal -la de instalar cuestiones irreductibles a las separaciones categoriales (estudiantes, trabajadores, inmigrantes, homosexuales, etc.). Más aun teniendo en cuenta que el reformismo es cada vez más incapaz de reformar algo (piénsese en la desocupación, falsamente presentada como un desgaste -resoluble- en la racionalidad económica). Alguien decía que hasta el pedido de una comida no envenenada es en sí mismo un proyecto revolucionario, desde el momento en que para satisfacerlo sería necesario cambiar todas las relaciones sociales. Toda reivindicación dirigida a un interlocutor preciso lleva consigo su propia derrota, por la misma razón de que ninguna autoridad puede resolver, ni aun queriéndolo, un problema de alcance general. ¿A quién dirigirse para enfrentar la contaminación del aire?
Aquellos que durante una huelga salvaje llevaban una bandera sobre la cual estaba escrito No pedimos nada, habían comprendido que la derrota está en la reivindicación misma (“contra el enemigo la reivindicación es eterna” rememora una ley de las XII tablas). No le queda a la revuelta otra solución más que tomar todo para sí. Como había dicho Stirner: “Aunque ustedes les concedan a ellos todo lo que piden, ellos les pedirán siempre más, porque lo que quieren es nada menos que esto: el fin de toda concesión”.
¿Y entonces? Entonces se puede pensar actuar de a pocos sin actuar aisladamente, con la conciencia de que cualquier buen contacto sirve de más, en situaciones explosivas, que los grandes números. Muy a menudo, ciertas luchas sociales tristemente reivindicativas desarrollan métodos más interesantes que los objetivos (un grupo de desocupados, por ejemplo, que pide trabajo y termina por quemar una oficina de empleos). Es verdad que se puede estar en desacuerdo al decir que el trabajo no debe ser buscado, sino destruido. O que se puede tratar de unir la crítica de la economía con aquella oficina quemada apasionadamente, la crítica de los sindicatos con un discurso de sabotaje. Todo objetivo específico de lucha reúne en sí, pronta a estallar, la violencia de todas las relaciones sociales. La trivialidad de sus causas inmediatas, se sabe, es el ticket de entrada a las revueltas en la historia.
¿Qué podría hacer un grupo de compañeros frente a situaciones similares? No mucho, sino ha pensado ya (por ejemplo) en cómo distribuir un panfletillo o en qué puntos de la ciudad expandir un foco de protesta; quizás algo más, si una inteligencia jovial y facinerosa les hace olvidar los grandes números y las grandes estructuras organizativas.
Sin querer renovar por esto la mitología de la huelga general como condición desencadenante de la insurrección, está bastante claro que la interrupción de la actividad social se mantiene como un punto decisivo. Hacia esta parálisis de la normalidad debe dirigirse la acción subversiva, cualquiera sea la causa de un choque insurreccional. Si los estudiantes siguen estudiando, los obreros -los que quedan- y los empleados siguen trabajando, los desocupados siguen preocupándose por la ocupación, ningún cambio es posible. La práctica revolucionaria estará siempre por sobre la gente. Una organización separada de las luchas no sirve ni para desencadenar la revuelta ni para expandir y defender su alcance. Si es verdad que los explotados se acercan a aquellos que saben garantizar, en el curso de las luchas, mayores mejoras económicas -esto es, si es verdad que toda lucha reivindicativa tiene un carácter necesariamente reformista-, son los libertarios quienes pueden, a través de sus métodos (la autonomía individual, la acción directa, la conflictividad permanente), impulsarlos a ir más allá del modelo de la reivindicación, a negar todas las identidades sociales (profesor, empleado, obrero, etcétera). Una organización reivindicativa permanente especifica de los libertarios quedaría al margen de las luchas (sólo pocos explotados podrían elegir formar parte), o perderían su propia peculiaridad libertaria (en el ámbito de las luchas sindicales, los más profesionales son los sindicalistas). Una estructura organizativa formada por revolucionarios y por explotados puede permanecer conflictiva sólo si se encuentra ligada a la duración de una lucha, a un objetivo específico, a la perspectiva del ataque; en fin si es una critica en acto del sindicato y de la colaboración con los patrones.
Por el momento no se puede llamar precisamente “remarcable” a la capacidad de los subversivos de lanzar luchas sociales (antimilitaristas, contra las nocividades ambientales, etcétera). Queda la otra hipótesis (queda, bien entendido, para el que no respeta que “la gente es cómplice y resignada”, y buenas noches a los soñadores), la de una intervención autónoma en luchas -o en revueltas más o menos extendidas- que nacen espontáneamente. Si se buscan discursos claros sobre la sociedad por la que los explotados pelean (como ha pretendido algún teórico sutil frente a una reciente ola de huelgas), nos podemos quedar tranquilamente en casa. Si nos limitamos -algo en el fondo no muy distinto- a “adherir críticamente”, se agregaran nuestras banderas rojas y negras a las de partidos y sindicatos. Una vez más la crítica del detalle se casa con el modelo cuantitativo. Si se piensa que cuando los desocupados hablan de derecho al trabajo se debe actuar en esa línea (con las deudas distingo a propósito entre salariado y “actividad socialmente útil”), entonces el único lugar de la acción parece ser la plaza poblada de manifestantes. Como sabía el viejo Aristóteles, sin unidad de tiempo y espacio no hay representación posible.
¿Pero quién dijo que a los desocupados no se les puede -practicándolos-, hablar de sabotaje, de abolición del derecho o de negativa a pagar el alquiler? ¿Quién dijo que durante una huelga de plaza la economía no puede ser criticada en otro lugar? Decir aquello que el enemigo no espera y estar donde no nos aguarda. Esta es la nueva poesía.

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