Ai ferri corti con l’esistente, i suoi difensori e i suoi falsi critici1 (1ª Parte)
La vida no es más que una búsqueda continua de algo a que aferrarse. Uno se levanta a la mañana para reencontrarse, un par de horas más tarde, de nuevo en la cama, tristes péndulos oscilando entre el vacío de deseos y el cansancio. El tiempo pasa, y nos gobierna con un aguijón que se va haciendo cada vez menos fastidioso. Las obligaciones sociales son un fardo que no parece doblegar nuestras espaldas porque lo llevamos con nosotros a donde sea. Obedecemos sin siquiera hacer el esfuerzo de decir que sí. La muerte se descuenta viviendo, escribía el poeta desde otra trinchera.
Podemos vivir sin pasión y sin sueños –he aquí la gran libertad que esta sociedad nos ofrece-. Podemos hablar sin frenos, en particular de aquello que no conocemos. Podemos expresar todas las opiniones del mundo, aún las más arriesgadas, y desaparecer detrás de sus sonidos. Podemos votar al candidato que preferimos, reclamando a cambio el derecho de lamentarnos. Podemos cambiar de canal en cualquier instante, toda vez que nos parezca que nos estamos volviendo dogmáticos. Podemos divertirnos en horas fijas y atravesar a velocidades siempre mayores ambientes tristemente idénticos. Podemos aparecer como jóvenes testarudos, antes de recibir helados golpes de sentido común. Podemos casarnos todas las veces que queramos, así de sagrado es el matrimonio. Podemos ocuparnos en infinidad de cosas útiles y, si no sabemos escribir, podemos convertirnos en periodistas. Podemos hacer política de mil modos, aun hablando de guerrillas exóticas. Tanto en la carrera como en los afectos, podemos ser excelsos en la obediencia, si es que no llegamos a mandar. También a fuerza de obediencia nos podemos convertir en mártires, y esta sociedad, en desmedro de las apariencias, todavía tiene tanta necesidad de héroes.
Nuestra estupidez no parecerá por cierto más grande que la de los demás. Si no sabemos decidirnos, no importa, dejamos que elijan los otros. Luego tomaremos posición, como se dice en la jerga política y del espectáculo. Las justificaciones nunca faltan, sobre todo en un mundo de tan buena boca.
En esta gran feria de roles cada uno de nosotros tiene un aliado fiel: el dinero. Democrático por excelencia, éste no mira a nadie a la cara. Gozando de su compañía no existe mercancía ni servicio algunos que no nos sean debidos. Quienquiera que sea su portador, ambiciona con la fuerza de una sociedad entera. Es cierto, este aliado nunca es suficiente y, sobre todo, nunca se da a todas las personas. Pero la suya es una jerarquía especial, que unifica en los valores aquellos que es opuesto en las condiciones de vida. Cuando se lo posee, se tienen todas las razones. Cuando falta, se tienen no pocos atenuantes.
Con un poco de ejercicio, podremos transcurrir días enteros sin una sola idea. Los ritmos cotidianos piensan en nuestro lugar. Del trabajo al “tiempo libre”, todo se desarrolla en la continuidad de la supervivencia. Tenemos siempre algo de que agarrarnos. En el fondo, la más estupefaciente característica de la sociedad actual es la de hacer convivir las “comodidades cotidianas” con una catástrofe al alcance de la mano. Junto a la administración tecnológica de lo existente, la economía progresa en la incontrolabilidad más irresponsable. Se pasa de las diversiones a las masacres de masa con la disciplinada inconciencia de gestos calculados. La compra-venta de muerte se extiende a todo el tiempo y a todo el espacio. El riesgo y el esfuerzo audaz no existen más sólo existen la seguridad o el desastre, la rutina o la ruina. Salvados o hundidos. Vivos, jamás.
Con un poco de práctica, podremos recorrer la calle de casa a la escuela, de la oficina la supermercado, del banco a la discoteca, con los ojos cerrados. Estamos realizando debidamente el proverbio de aquel viejo sabio griego: “También los que duermen rigen el orden del mundo”.
Ha llegado la hora de romper con este nosotros, reflejo de la única comunidad actual, la de la autoridad y la mercancía.
Una parte de esta sociedad tiene absoluto interés en que el orden siga reinando, la otra, en que todo se derrumbe lo más rápido posible. Decidir de qué parte estar es el primer paso. Pero por todos lados están los resignados, verdadera base de acuerdo entre las partes, los mejoradores de lo existente y sus falsos críticos. En todos lados, también en nuestra vida, que es el auténtico lugar de la guerra social, en nuestros deseos, en nuestra determinación así como en nuestras pequeñas, cotidianas sumisiones.
Contra todo esto hay que acudir a las armas cortas (ai ferri corti), para sostener finalmente un duelo a muerte con la vida (venire ai ferri corti con la vita).
II
Las cosas que es necesario haberlas aprendido para hacerlas, es haciéndolas que se las aprende. Aristóteles
El secreto es comenzar en serio.
La organización social actual no sólo retrasa, sino que impide y corrompe toda práctica de libertad. Para aprender qué es la libertad, no cabe otra posibilidad que experimentarla, y para poder experimentarla hay que tener el tiempo y el espacio necesarios.
La base fundamental de la acción libre es el diálogo. Ahora bien, dos son las condiciones de un auténtico discurso en común: un interés real de los individuos por las cuestiones abiertas a la discusión (problema de contenido) y una libre indagación de las posibles respuestas (problema de método). Estas dos condiciones deben realizarse contemporáneamente, desde el momento en que el contenido determina al método y viceversa. Se puede hablar de libertad sólo en libertad. Si no se es libre al responder, ¿para qué sirven las preguntas? El diálogo existe sólo cuando los individuos pueden hablar sin mediaciones, o sea cuando están en una relación de reciprocidad. Si el discurso se desarrolla en un único sentido, no hay comunicación posible. Si alguno tiene el poder de imponer las preguntas, el contenido de estas últimas le será directamente funcional (y las respuestas llevarán en el método mismo el marco de la sujeción). A un súbdito sólo se le pueden hacer preguntas cuyas respuestas confirmen su rol de súbdito. Es desde este rol que el amo formulará las futuras preguntas. La esclavitud consiste en seguir respondiendo, puesto que las preguntas del amo se responden solas.
Las investigaciones de mercado son, en este sentido, idénticas a las elecciones. La soberanía del elector se corresponde con la soberanía del consumidor, y viceversa. Cuando la pasividad televisiva necesita justificarse, se hace llamar audience; cuando el Estado tiene la necesidad de legitimar su poder, se hace llamar pueblo soberano. Tanto en un caso como en el otro, los individuos no son otra cosa que rehenes de un mecanismo que les concede el derecho de hablar después de haberlos privado de la facultad de hacerlo. Cuando se puede elegir sólo entre mercancía o programas televisivos diferentemente idénticos, ¿qué queda de la comunicación? Los contenidos de las cuestiones devienen insignificantes porque el método es falso.
“Nada se asemeja más a un representante de la burguesía que un representante del proletariado”, escribía en 197 Sorel. Aquello que los hacía idénticos era el hecho de ser, precisamente, representantes. Decir hoy lo mismo de un candidato de derecha y un candidato de izquierda no es ni más ni menos que una trivialidad. Los políticos, sin embargo, no tienen necesidad de ser originales (de esto se ocupan los publicitarios), basta que sepan administrar tales trivialidades. La terrible ironía es que los mass media son definidos como medios de comunicación y la feria del voto es llamada elección (o sea elección en un fuerte sentido, decisión libre y consciente).
El punto es que el poder no admite ninguna gestión diferente. Aun queriéndolo (lo que nos lleva ya hacia una plena utopía, para imitar el lenguaje de los realistas), nada importante puede ser pedido a los electores, desde el momento en que el único libre que éstos podrían cumplir –la única elección autentica- sería dejar de votar. El que vota anhela preguntas insignificantes, ya que las preguntas auténticas excluyen la pasividad y la delegación. Nos explicamos mejor.
Supongamos que se pida a través de un referéndum la abolición del capitalismo (dejemos de lado el hecho de que tal demanda, dadas las actuales relaciones sociales, es imposible). Seguramente la mayoría de los electores votaría por el capitalismo, por el simple hecho de que no se puede imaginar un mundo sin mercancías y sin dinero saliendo tranquilamente de casa, de la oficina o de un supermercado. Pero si todavía votase en contra nada cambiaría, porque una demanda de este tipo debe excluir a los electores para permanecer auténtica. Una sociedad entera no se puede cambiar por decreto.
El mismo razonamiento se puede hacer para demandas menos extremas. Tomemos el ejemplo de un barrio. Si los habitantes pudiesen (otra vez, nos encontramos en plena “utopía”) expresarse sobre la organización de los espacios de sus vidas (casas, calles, plazas, etc.), ¿qué sucedería? Digamos enseguida que la elección de los habitantes sería en principio inevitablemente limitada, siendo los barrios resultado del desplazamiento y de la concentración de la población en relación con las necesidades de la economía y del control social. Tratemos a pesar de todo de imaginar otra organización de estos guettos. Sin temor a ser desmentidos, se puede afirmar que la mayoría de la población tendría al respecto las mismas ideas que la policía. Si así no fuese (si una aun limitada práctica del diálogo provocase el surgimiento del deseo de nuevos ambientes), sobrevendría la explosión del guetto. ¿Cómo conciliar, manteniendo constante el orden social presente, el interés del constructor de autos y las ganas de respirar de los habitantes, la libre circulación de los individuos y el miedo de los propietarios de los negocios de lujo, los espacios de juego de los niños y el cemento de los estacionamientos, de los bancos y de los centros comerciales? ¿Y todas las casas vacías dejadas en manos de la especulación? ¿Y los condominios que se asemejan terriblemente a los hospitales que se asemejan terriblemente a los manicomios? Desplazar un pequeño muro de este laberinto de horrores significa poner en juego el proyecto entero. Cuanto más se aleja no de la mirada policial sobre el ambiente, más se acerca al choque con la policía.
“¿Cómo pensar libremente a la sombra de una capilla?”, escribió una mano anónima sobre el espacio sagrado de la Sorbona durante el Mayo francés. Este impecable interrogante tiene un alcance general. Cada ambiente pensando económica y religiosamente no puede más que imponer deseos económicos y religiosos. Una iglesia excomulgada siegue siendo la casa de dios. En un centro comercial abandonado siguen conversando las mercancías. El patio de un cuartel fuera de uso todavía contiene el paso militar. En este sentido tenía razón quien decía que la destrucción de la Bastilla fue un acto de psicología social aplicada. Ninguna bastilla podría ser tratada de otro modo, porque sus muros seguirían relatando una historia de cuerpos y deseos prisioneros.
El tiempo de las prestaciones, de las obligaciones y del aburrimiento desposa a los espacios del consumo en bodas incesantes y fúnebres. El trabajo reproduce el ambiente social que reproduce la resignación al trabajo. Se aman las noches frente al televisor porque se ha pasado todo el día en la oficina o en el subte. Estar callados en la fábrica transforma a los gritos del estadio en una promesa de felicidad. La sensación de culpa en la escuela reivindica la irresponsabilidad idiota del sábado a la noche en la discoteca. La publicidad del Club Med hace soñar sólo a los ojos salidos de un Mc Donald’s. Etcétera.
Hay que saber experimentar la libertad para ser libres. Hay que liberarse para poder hacer experiencia de la libertad. En el interior del orden social presente, el tiempo y el espacio impiden la experiencia de la libertad porque sofocan la libertad de la experiencia.
1 Podemos traducirlo “En duelo a muerte con lo existente, sus defensores y sus falsos críticos”, no sin hacer ciertas aclaraciones semánticas que pueden ser de utilidad para entender esta locución tan interesante como difícil de traducir. La expresión “ai ferri corti con...” se usa para caracterizar un punto de no retorno, de ruptura inminente y violenta de una relación con algo/alguien. “Ferri corti” se usa para hablar de las armas blancas (podría ser “dagas” o “puñales”) que constituían el último estadio de un típico duelo de los siglos pasados, la lucha con armas cortas, que se desarrollaba cuerpo a cuerpo y donde tenían especial importancia la destreza y rapidez de los contendientes, que luchaban para defender una cierta forma de honor. Todos estos núcleos significativos forman parte de la constelación semántica de esta bella expresión.
Cada uno puede terminar de regocijarse en la esclavitud de aquello que no conoce y, rechazando la turba de palabras vacías, entablar un duelo cuerpo a cuerpo con la vida (venir ai ferri corti con la vita)
C. Michelstaedter
lunes, 10 de diciembre de 2007
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